Obra periodística

En cuanto a prensa, se inició en 1956, a los 28 años, con colaboraciones esporádicas en Juventud, y posteriormente en 1958 en La HoraSemanario de los Estudiantes Españoles. El salto a la prensa nacional se produce a través del diario Arriba, a partir de ese momento sus colaboraciones en diversas publicaciones fueron ininterrumpidas y muy conocidas, por lo que pronto alcanzaría las cabeceras más importantes de la prensa española, logrando los tres máximos premios del periodismo español: Mariano de Cavia, González Ruano y Luca de Tena.

Colaboró en los diarios PuebloYaArribaMarca La Hoja del Lunes; en la revista Época y en numerosos programas de Radio Nacional de España o la COPE. También fue colaborador en Televisión Española, en espacios relacionados con el fútbol, deporte del que fue un gran conocedor. Como corresponsal deportivo viajó por Sudamérica, Italia y Japón.

Durante 30 años -desde 1989 hasta 2019- escribió una columna diaria que era publicada en la contraportada de los diarios del Grupo Vocento (entre otros Diario Sur, El Correo y Las Provincias), como primera firma, lo que le convirtió en el articulista de mayor audiencia de España.

  • Los otros días (1994)
  • Fondo perdido (1997)
  • Vuelta de hoja (1998)
  • Málaga nuestra (2002) selección de artículos dedicados a Málaga
  • Cantigas de amigo (2003)
  • La edad de oro del boxeo. 15 asaltos de leyenda (2014)  elaborado por los periodistas Teodoro León Gross y Agustín Rivera, reúne las mejores crónicas de boxeo escritas por Manuel Alcántara en el diario Marca entre 1967 y 1978. 

A continuación, se pueden leer algunos de sus artículos premiados:

  • Pablo VI, en Harlem (1965). Premio de periodismo Luca de Tena.
  • Se busca un asesino (1973). Premio Día Forestal Mundial.
  • Volver a Cuenca (1973). Premio literario Hermanos Valdés.
  • Nuestro amigo Omar Khayyam (1973). XVIII Concurso Nacional del vino.
  • Postal de rota (1974). Premio de los III Juegos Florales Rosarianos.
  • Federico Muelas (1974). Premio de Periodismo Mariano de Cavia.
  • Amor sin correspondencia (1976). Premios Juan Valera y Doctor Thebussem.
  • Elmyr de Hory acaba con sus vidas (1976). Premio Farmacia.
  • Tono (1978). Premio González-Ruano.
  • Aniversario (1997). Premio Jose María Pemán.
  • Cansinos vuelve a Sevilla (2009). Premio Joaquín Romero Murube.

Pablo VI, en Harlem

Publicado el 5 de Octubre de 1965 en YA, Premio de Periodismo Luca de Tena

El “Pájaro del Alba” sumergió las imágenes en el vertical estanque de los televisores y vimos Nueva York y su huésped desde el cuarto de estar. Antes de las tres de la tarde, un Douglas DC-8 llegó al aeropuerto John F. Kennedy. Una mano incansable — la mano derecha de un hombre de sesenta y ocho años — se estableció en el aire neoyorquino. Arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha del viento de la “ciudad mecánica” de Paúl Morand, en trayectos cortos, una mano regalaba cruces invisibles. Cruces hechas sólo de atmósfera. (Antes, desde el avión, el dueño de esa mano había saludado continentes.)

Problema blanco en Harlem: una sotana alba. Problema de amor. Hablen otros de la significación y la trascendencia del viaje, de su aportación a la paz del mundo. Dejadme a mí esa mano ocupando el aire de Harlem, entre aclamaciones satinadas, por encima de la calle 100. Dejadme la sotana blanca entre el golpeado betún de los “ghettos” negros, y allá, por Little Spain, donde los puertorriqueños perpetúan la fabla de los conquistadores. Veintiséis mil policías estaban atentos, pero uno repara más en la sonrisa televisada de los inquilinos de Harlem, patria de Joe Louis y de infinitos “puncheurs” de color, tarima del “jazz”. El relámpago blanco de muchas sonrisas discriminadas correspondía a la mano derecha del visitante, que paseaba por Harlem como Pedro — “Tu es Petrus” — por su casa. Entre futuros campeones del peso “welter” y ases de la trompeta dorada. Por encima de la calle 100.

Una fuerza desarmada, blanca de paces intemporales, se ha detenido durante unas horas en la ciudad azacanada y babélica. Manhattan Transfer: Versos targos, salmodiantes y paganos de Walt Whitman. Junto a las piedras jóvenes del Empire, la piedra — “Tu es Petrus” — angular de la cristiandad.

Conversación con Johnson. Una “jerarquía inerme” y el Presidente de los Estados Unidos. De un lado, el tejano que juró su cargo en el aire, el rector de la primera potencia mundial. De otro, el lombardo que influye en los corazones.

— El mundo espera y busca la paz, necesita la paz, pide paz…

Hablen otros de la trascendencia histórica, del alcance de la conversación, entre el sustituto de aquel joven, armado de sonrisa y valor, que se llamó Kennedy y el sucesor de aquel anciano bonancible que fue Juan XXIII. Dejadme a mi ¿cómo no se le cansaba la mano? — las bendiciones en el barrio negro, sobre la calle 100 y sobre los colores, de las humanas epidermis.

Un Pontífice itinerante ha pasado unas horas en Nueva York. Por todos los caminos se vuelve a Roma. El “Pájaro del Alba” nos metió en el ventanuco de los televisores su imagen, y la de los negros con esperanza, y la del Presidente Johnson. Un hombre de sesenta y ocho años ha ido en un Douglás DC-8 para hablar de paz y mover la mano derecha en el aire encañonado entre rascacielos. El mundo tiene muchos problemas y hace preguntas. Él da el cayado por respuesta.

Manuel Alcántara


Se busca un asesino

Publicado el 11 de Marzo de 1973 en ARRIBA, Premio del Día Forestal Mundial

Las gestiones silenciosas del subsuelo fueron aupándole poco o poco. Con la lluvia, con el aire, con la tierra fue creciendo de manera sigiloso hasta hacerse un hombre, hasta hacerse un árbol extrañamente humano. Se anduvo el sol por sus ramas últimas, renovó las promociones de las hojas y tuvo la cabeza a pájaros. Formaba parte del bosque y nada impedía velo. Era un gran árbol. Un árbol hecho para la espalda de Caupolicán o para dar sombra a una larga familia. Vivía en paz, ocupando únicamente su sitio, el lugar que le correspondía balo el sol. Era callado de suyo y jamás hizo daño a nadie. Se le notaba, como a todos los de su erecta estirpe, que tenía mucha vida interior y asistía a sus rumores inaudibles y a los demorados procesos de la savia. Se acostumbró al agravio del invierno, a las intromisiones coloradas del verano, al despilfarro del otoño y a la sabida sorpresa de la primavera. La luna se enredó en su copa, y más de una noche se bebió su copa con luna. Tenía miles de hojas do servicio, pero nadie se lo agradeció al final. Llegaron unos hombres con sierras eléctricas, como caimanes mecánicos, y lo mataron. Muerto está, que yo lo vi. Se busca al asesino.

Los árboles tienen alma. Son como nosotros, pero se diferencian en algo: son incapaces de matar árboles. Sin ellos no se entendería la vida. No habría cunas, ni barcas, ni mesas, ni ataúdes. Por eso se comprende su sacrificio cuando está determinado por la utilidad, y repugna cuando es gratuito. Cuando un árbol se convierte en objeto, en enseres y utensilios, su alma transmigra. Pero cuando es estúpidamente asesinado, el mundo entero pierde valor. No están contados los árboles, pero todos son insustituibles.

Aquel pino que repetía su nombre en las hojas de alambre, los almendros pioneros, las ensimismadas encinas, el olivo en paz. Nunca he podido preferir un árbol porque eso representa posponer e otros; pero confieso que algunos tienen para mí mayor significación biográfica. Recuerdo un camino de eucaliptos —allí fui llevado por una mano paterna— y el aroma medicinal y esas pirindolas de veteado celeste. Y recuerdo una higuera nada maldita, con algo de abuela enfadada, que parecía haber estado allí donde estaba desde el principio de la Creación…

En cualquier caso, las palmeras desfallecidas son lo mío. Las palmeras en huelga de brezos caídos. Las palmeras esas que son «el monumento a los fuegos artificiales» y aman las tierras calientes y exhiben su repleta canana de dátiles. Toda mi infancia ha estado llena de palmeras.

¿Cómo decir que los cipreses no son tristes? Si no nos empeñáremos en ponerlos siempre en el mismo sitio, nadie asociaría su verdor gótico con la idea de la muerte. Lo prueba es que en los claustros parecen otra cosa: un surtidor o una pirámide, una llama vegetal o el cucurucho de un mago enterrado. Hay senderos de cipreses que en vez de una lápida están pidiendo un novio. Pero a los cipreses les hemos asignado esa tarea de centinelas en los pacíficos poblados de los cementerios, y ellos la han aceptado sin protesta. Acaso envidien a los álamos, que saben que el tiempo es oro en su remoje, pero jamás han dicho nodo. Todos los árboles son hermanos y nadie discrimina a nadie en su reino terrestre. ¿Somos nosotros hermanos de los árboles? Un poeta perdido en el bosque —todos lo están— tuvo la sensación de ser uno de ellos y no quiso hablar. Tuvo miedo de darles «disgusto de árbol distinto» a los árboles iguales. Pero a veces hoy que hablar porque ellos no saben defenderse. Y mueren asesinados en campo abierto mientras el aire los busca por el aire y el mundo vale un poco menos.

Manuel Alcántara


Volver a Cuenca

Publicado el 26 de Agosto de 1973 en ARRIBA, Premio literario Hermanos Valdés

He vuelto a Cuenca, a esa costumbre equilibrista que solemos llamar Cuenca. He encontrado a «la bella durmiente del bosque» reclinada en su propia hermosura rara y en el final del agosto augusto y lento. Acabo de regresar de las mares mías y traigo aún en el alma la constelación olorosa de los jazmines. ¿A qué sitio podía ir donde se comprobara mejor la «varia España»? ¿A qué sitio donde tuviera más certeza de vivir? He cambiado el Mediterráneo por dos ríos: uno de menta y otro de oro; las palmeras desfallecidas, por la geología insurgente; la arena, que, a pesar de todo, es numerable, por las piedras amotinadas y los pedestales encrespados; el horizonte, por las coordenadas imposibles, y el eterno tratado de límites de la orilla, por las vaguadas, los pedernales y los cipreses.

He vuelto a Cuenca en la alta noche y la he visto, como siempre, encaramada en la crestería, entre escudos de piedra. Cada conquense es un vigía. Un testigo de la ciudad irrepetible, que sólo se parece a ella misma y a su recuerdo. Recorro sus calles y compruebo que la ciudad inventó, mucho antes que la pintura, el cubismo. ¿A quién se le ocurriría ponerle barandas al cielo? ¿Qué arquitectos locos tendieron escalas? ¿Quién supo que vivir es siempre un desfiladero?

En el centro de la noche de agosto crece la magia de Cuenca. No hay ruidos; sólo rumores. Duermen en el alfar de Pedro Mercedes los toritos de barro, berrendos en luna. Está cerrado el café Colón, y a estas horas los cuadros del Museo de Arte Abstracto deben de estar absortos en su propia contemplación. Todo aquí tiene una dimensión humana y es abarcable. Suenan mis pisadas en la noche mientras pienso en aquellos albañiles de Cuenca que mezclaban en la artesa «cal y agua casi bendita» y que ponían el grito del muro en el cielo mientras se ganaban el pan. No es un casualidad que esta ciudad esté tan bien cantada, desde Kleiser y César González Ruano hasta Tico Medina y Raúl Torres, pasando por Pedro de Lorenzo y por Federico Muelas, que la tuvo y la tiene en volandas, y tantos otros enamorados ocasionales y firmes que un día, como yo ahora, volverán a Cuenca para pasear de noche, mirar la veleta de San Pedro, pararse en la Puerta de San Juan o la Puerta de Valencia y esperar que amanezca para contar vencejos en la torre de San Andrés. Tampoco es casual que Cuenca haya encontrado tantos pintores, desde el mago Goñi a Grau Salas, capaces de descifrarla. No sólo tiene mucho color, sino muchos colores. Asimétrica, sabiamente desnivelada, llena de tejadillos inverosímiles y esquinas en colisión, nadie le echó nunca más fantasía a las plomadas y los niveles. Tampoco es una pura coincidencia que esta ciudad posea esa incalculable facultad asumidora: Cuenca nacionaliza a los forasteros, les da carta de ciudadanía a los transeúntes, procrea hijos adoptivos, hace súbitos empadronamientos y nombra doctores «amoris causa» a los que saben pasear por ella con los ojos bien abiertos.

Está ahora recogida y más ensimismada que nunca. Miro sus murallas; los viejos cementerios, donde se acerca, contrita, el agua huertana de sus ríos. Calle del Peso. Plaza de los Carros. ¡Cómo le va la noche a esta ciudad, que se asoma a la ciudad desde sus propias ventanas infinitas! Todo es igual, pero distinto, entre fantasmas ciertos y una antología de rincones. Todo es diferente en la noche, pero igual en la Cuenca «encadenada y prometea». ¿Es la Virgen de la Luz la que presta ahora este claror? ¿Es que me ha amanecido paseando? Álamos y chopos, líneas delgadas, yo soy aquel que ayer no más estaba frente a la planicie azul del Mediterráneo, entre palmeras en huelga de brazos caldos y jazmines islámicos. El mismo que ahora mira la torre de Mangana —nadie sabe si mora, nadie sabe si cristiana— en mitad de la noche. Yo, que he vuelto y que seguiré volviendo. Algún día podré ver a ese invisible galgo loco que es la ciudad. Ese galgo que corre por la ciudad y que sube cuestas, y baja terraplenes, y llega jadeante a sus ríos. Ese galgo de hermosura que siempre he querido ver de cerca. Mientras dejo aquí mi corazón colgante, entre las casas y la noche.

Manuel Alcántara


Nuestro amigo Omar Khayyam

Publicado el 14 de Octubre de 1973 en ARRIBA, XVIII Concurso Nacional del Vino

Hace casi diez siglos que está viendo crecer las vides desde abajo y, sin embargo, seguimos brindando por él. Jamás hemos constituido una sociedad al estilo de «los amigos de Bécquer» o «los amigos de los castillos» porque creemos que eso de las amistades debe ser algo reciproco, y, desdichadamente, aquel remoto Anacreonte persa no puede correspondemos. Pero somos amigos de Ornar Khayyam, o Kheyyam, o Jayyam, o como quiera escribirse su nombre. Le recordamos muchas veces al abrir con respeto una botella de ilustre vino rojo y también cuando corre el vino blanco y lenguaraz de las mañanas en las pocas tabernas que nos van quedando. Esas tabernas democráticas y hospitalarias, con mostradores de cinc o de madera memoriosa, donde se inscriben las circunferencias de los vasos…

La palabra «taberna» sale mucho en las «rubaiatas». Se conoce que el clásico n° era de esos acreditados pedantones «que se creen que saben porque no beben el vino de las tabernas». Y él sí que sabía cosas. Matemático y astrónomo, publicó un tratado de álgebra que seguía estando vigente durante el siglo pasado. En los ratos libres —cuando estaba ocupado bebía vino y escribía versos— se hizo médico y alquimista. Como además era arquitecto construyó algunas fortificaciones, y como estaba preocupado con el Tiempo, con mayúscula, inventó un calendario. Un gran tipo, de esos que entran pocos en siglo. Todo lo hizo muy bien, incluso las digestiones; pero sólo nos quedan sus poemas. Una especie de metafísica etílica sigue aromando las páginas inmarcesibles:

Renuncia a todo
en este mundo:
fortuna, honores, poder.

Nada pidas ni desees,
sino vino, canciones música, amor…

No es la suya una predicación desolada, ni mucho menos. Se puede ser escéptico y jovial al mismo tiempo. Además él creía en algunas cosas («afecto, amor, comprensión; he ahí los cimientos de la vida») y sospechaba otras. Lo que postula es una suerte de realismo, y en vez de poner su esperanza en el más allá la ponía en el más acá. La presencia de Alá no la veía absolutamente clara; pero su agnosticismo de aquel entonces está lleno de vitalidad:

Los mercaderos de ilusiones
garantizan
que a una gran distancia,
allá, en el más allá,
está lo que llaman Paraíso…

En homenaje a tantas maravillas
¡dame a borbollones
del vino color de rubí!

Color de rubí, o de sangre desleída, o de trigales arrepentidos, que cada uno tiene su tiempo y su ocasión. El vino ha alegrado, desde antes que nadie lo dijera, el eventual corazón del hombre. Y ya los chinos se anticiparon a nuestro lejano poeta y descubrieron que con tres copas ya se puede elegir una doctrina profunda. Ese leal saber y entender que todo puede ser mejor cuando se bebe, en amor y compaña, una botella que antes estuvo bien guardada. En los tristes países donde no hay vides rengloneadas y no hay cosechas ni brindis se le sustituye con líquidos que abrasan la garganta y que jamás fueron bendecidos. Pero el vino es insustituible. Nada produce sus comunicaciones y sus solidaridades. Por eso me he acordado hoy de aquel insigne adicto de hace casi diez siglos, porque he tenido que responder a una de esas encuestas donde nunca se pagan derechos de autor, en la que me preguntaban «con qué bebida me quedaría si tuviera que elegir una sola». Intenté explicar que no hay por qué limitar la misericordia divina; pero, puesto en esa tesitura, que de ningún modo deseo, no vacilaría jamás. Hay amores transitorios, pero hay un amor para siempre. Y uno, como cualquiera que tenga afición, se quedaría con ese milagro renovable y eterno que llamamos vino. Para parecerse en algo a Omar Khayyam, aquel viejo poeta que lo supo todo.

Manuel Alcántara


Postal de rota

Publicado el 1 de Septiembre de 1974 en ARRIBA, Premio de los III Juegos Florales Rosarianos

La personalidad de los pueblos también puede que consista, como la de los hombres, en querer imitar a alguien sin conseguirlo. La personalidad es una impregnación, casi un dejo, un aroma que aquí va desde los pinares a la luz, desde la campana de la O al Arco de la Villa y se mete por los bocacalles con geranios y con brisa y acaba llenándolo todo mientras se mezcla el olor efusivo de los jazmines con el salitre que envía el Atlántico sonoro. Rota sólo se parece a ella misma y, un poco, a su recuerdo. Siendo gaditana por los cuatro costados salobres, es sobre todo roteña y su carácter indestructible se delata en cualquier cosa, desde las espadañas de las torres o los pescados. El viento de Levante tiene aquí una conducta especial y las generaciones de las cales se suceden a su manera en las fachadas. Nuestra Señora del Rosario no es sólo patrona, sino alcaldesa, y los que pescan la urta no son sólo trabajadores del mar, sino joyeros.

Hay una copla popular andaluza que agrupa pueblos de armoniosa fonética y que demuestra hasta qué punto es verdad eso de que a la Guía Michelín le salón de pronto versos muy importantes. Ése sistema enumerativo, basado sólo en la toponimia, lo empleó Unamuno y después Neruda. Es una forma de deletrear España y de convertir la geografía en poesía. Así la coplilla popular que refiere las vacilaciones de un hombre que se apresta a viajar, las dudas de un contrabandista o de un enamorado al que suponemos a lomos de un caballo mirando los caminos:

No sé si me vaya a Ubrique
o me vaya a Grazalema
o a Alcalá de los Gazules
o al Alosno que es mi tierra.

En esas dudas y en esas vacilaciones viajeras estaba uno, allá en Cádiz, cuando decidió asomarse de nuevo a Rota. Amo a la ciudad más antigua de Occidente y amo, desde unas ya lejanas Jornadas Literarias, de la mano de mi inolvidable Gaspar Gómez de la Serna, a los pueblos gaditanos. Me atrae no sólo la eufonía de los nombres, sino el paisaje Y no sólo el paisaje, sino el paisanaje. El modo de ser y el modo de estar. De Andalucía se ha hecho cartel porque tiene mucho color, pero a los andaluces no nos bastan las explicaciones superficiales y a menudo nos irriten los que hablan, genéricamente, de «lo andaluz». Ocurre que hay muchas Andalucías, desde la griega a la moruna, y que la Almería que impresionó a Huxley tiene poco que ver con la «celeste Córdoba enjuta». Se trata de una esencialidad con muchas peculiaridades y quizá se baya insistido demasiado en el Individualismo, basándose entre otras cosas en el hecho de que no haya coros y el que canta esté solo trente al silencio. Quizá se haya insistido más de la cuenta en algunos aspectos puramente epiteliales y se haya olvidado a la lorquiana «Andalucía del llanto». Más sagaz es a mi juicio la visión de Antonio Gala, que ve en la sobriedad y en el desdén los dos rasgos distintivos del andaluz. Lo cierto es que existen unas constantes que gravitan sobre el vivir comunitario con la misma fuerza con la que rehúsan dejarse encasillar y disecar por los sociólogos. Creo que es Luis Bello el que hablo del «natural talento» y de «una manera de educación espontánea» que hace pensar en razas muy antiguas, trabajadas por la obra lenta de los siglos.

Acaso no haya sitio mejor para darse cuenta de este sedimento, de esta «cultura en la sangre», que Rota. Aquí se ha batido el récord de la capacidad asimiladora. Rota nacionaliza a los forasteros, ya sean americanos o del pueblo de al lado. Quien pasee por la calle Bejarana, por la plaza de los Coches o por la callo Charco, queda incorporado. José María Pemán, que es por cierto hijo predilecto de Rota, me contó la historia. Un turista con salacot, camisa de cuadros, pantalones cortos y sandalias verdes, armado de cámaras fotográficas y tomavistas, se para ante un viejo que está fumando apaciblemente en un banco:

—¿Qué es lo más raro que puede verse en este pueblo? —pregunta.

—Usted.

Aquí tiene todo el mundo un antepasado que cultivó la vid o domesticó las olas, un antepasado remoto que forjaba cobre, inventaba púrpura y vio fondear las naves de Salomón. Un hombre oscuro al que conoció Estrabón y que hacía brazaletes de estaño mientras miraba la mar impertérrita desde una peña del cabo de Saturno. Que venga a Rota quien quiera atenerse a orígenes y descifrar la Andalucía. Aquí, en Astaroh, está el secreto. Los poetas lo saben.

Manuel Alcántara


Federico Muelas

Publicado el 26 de Noviembre de 1974 en ARRIBA, Premio de periodismo Mariano de Cavia

Se ha ido un intérprete, uno de esos pocos hombres que tratan de explicar esto. Era una especie de Quijote de entre semana, entendido en potingues y endecasílabos; tenía algo de padre prior y de benigno conde Drácula, cortés y dicaz, amigo de conjuros y amigo de amigos. Pudo ser muy bien el cuarto Rey Mago, el octavo sabio de Grecia, el decimotercer apóstol del Greco. Fue Federico Muelas. Apenas eso.

Pesan, entre otras, dos circunstancias penosas para los que andamos metidos en periódicos: escribirlos aprisa, leerlos tarde. El domingo, sobre las tres, supe que había tenido un derrame cerebral. Llamé a Conrado Blanco y nos fuimos al Clínico. «No hay nada que hacer», nos dijeron… Pero hay que hacer un artículo, un poema, una lágrima, un esfuerzo por recordar. ¿Quién puede meter, así, de pronto, a un amigo de veinticinco años en folio y medio? Además, él creía en la curación por la palabra y fue hombre de muchas palabras, un cicerone de todo, un lazarillo de sí mismo que hablaba y hablaba. Alguna vez le dije que, así como hay escritores que son conversadores por escrito, él era una especie de escritor oral. Con su aire de erudito tagalo, de penúltimo Premio Nobel de Física, Federico Muelas le reintegra a su Cuenca el terrón prestado. Era ya como un árbol ribereño, como una esquirla de cualquiera de sus piedras insurgentes, y sus ojos se habían entrenado mucho para cerrarse definitivamente.

Un inimaginable Federico Muelas silencioso me espera no se sabe dónde. ¿Cuántos viajes, cuántos versos, cuántas sobremesas — Federico se sentaba a la mesa sólo por la sobremesa —, cuántos ratos en su habitación a oscuras? Cuando llegaba algún amigo al hocino él izaba una bandera blanca con el escudo familiar, una bandera come un trocito de estero entre los riscos, sobre el azul de metileno de los cielos altos de Cuenca. Y hablaba, hablaba. Cuando parecía que lo había dicho todo alzaba sus manos abaciales:

— En resumen…

La síntesis era siempre más larga que la tesis. Y Federico pasaba de la litología al urbanismo, de Fausto el escultor, a los anónimos Damianes, Lozanos, Carablancas y Teresillos de manos encallecidas que le pusieron muros al aire de Cuenca mientras se ganaban el pan. A veces, muy pocas veces, se le adivinaban las heridas. La espasmódica vida nacional le maltrató en los últimos tiempos, y los que ignoran que un villancico suyo va a durar más que sus jubilaciones le dejaron un poco sin sitio. Cuando él hablaba de eso su voz dejaba en el aire como una mancha ferruginosa. Pero no es así como quiero recordarle. Yo quiero al Federico mágico, al que tenía un vidrio verde hecho con agua concreta del Júcar. Un vidrio domo una insignia de menta. Yo quiero al Federico mágico, que proponía, de pronto, hacerle un monumento a la viuda del Soldado Desconocido o el que aconsejó, por escrito, a un terco polemista que se pintara los cuernos con purpurina. Yo quiero recordar al Federico que dibujaba Vírgenes y estrellas sin levantar el rotulador del papel y al que era capaz de decir en una reunión de cuatro amigos:

—Señores, brindemos por mí.

Brindo por Federico con mi lágrima urgente y mi copa. Lo peor que pasa con los muertos es que se siguen muriendo. Y lo vamos a echar de menos.

Manuel Alcántara


Amor sin correspondencia

Publicado el 24 de Septiembre de 1976 en ARRIBA, Premios Juan Valera y Doctor Thebussem

Parece que cuando los trabajadores están contentos con la empresa y la empresa está contenta con los trabajadores es que hay por medio algunos malentendidos. Lo normal en esos casos es que se entable un diálogo, precedido de otro, más amplio, para dilucidar si los dialogantes son interlocutores válidos, que muy bien puede suceder que se trate de interlocutores minusválidos y ese caso se les puede oír, a título personal, pero no hay por qué escucharlos. Hablando se entiende la gente, pero si se escucha lo que dice el otro se cogen unos disgustos tremendos. El otro nunca tiene razón laboralmente, ya que no está identificado con el uno, como lo prueba el hecho de ser otro.

Puestas así las cosas lo entraño es que funcione algo y, aunque cada vez sea menor el número de las cosas que funcionan, es milagroso que existan algunas. Por otra parte, desconcierta mucho el hecho, estadísticamente verificado, de que sean más frecuentes las huelgas entre productores que entre subsecretarios. Y eso que hay productores, como ahora sucede con los carteros, que van a la huelga a pesar de ostentar sueldos mensuales de veintidós mil pesetas. Si el conflicto no se basa en cuestiones económicas habrá que buscarlo por otros territorios. He intentado penetrar en el tema y, en el tiempo que me ha dejado libre la lectura de las cartas que ahora no recibo, he leído todo lo que dicen los periódicos al respecto. Incluso lo que dicen los teletipos y deduzco, dada la cortesía de las peticiones y de las «notas», que ambas partes se aman. Lástima que se trate, por ahora de un amor sin correspondencia. «No hay noticias, buenas noticias», dicen los ingleses.

A mí personalmente me han hecho cisco, pero supongo que habrá sido más perturbador para los amantes que se escriben todos los días o para quien no se haya podido enterar aún de que ha heredado una fortuna, ya que, por fin, su amada tía se decidió a subir al cielo. Lo mío es más insignificante, pero no deja de ser penoso. Anteayer eché en el buzón un artículo que había tenido la bondad de pedirme hace algún tiempo mi admirado amigo Lorenzo López Sancho. Fue mano de santo. Depositarlo en el buzón y declararse la huelga fueron hechos simultáneos. Lo que más me duele es que Lorenzo va a creer que no me ha dado la gana escribirlo y sólo el tiempo me dará la razón, cuando se solucione la huelga y por fin llegue a su poder. Confío en que para entonces no haya cambiado sustancialmente ni la situación de la revista ni la benevolencia de mi amigo en sus apreciaciones literarias.

Dejando a un lado mi caso personal y el hecho de que mi carta no sea feliz porque no va a buscar a nadie, yo creo que los carteros no toman caprichosamente aptitudes así. Sobre todo no las toman tres veces en lo que va de año. Luego viene eso de «el incumplimiento de algunos acuerdos», la subida y esa forma de reparto que determina un aumento de nueve mil pesetas para el personal técnico y sólo de mil para los carteros rurales, quizá pensando que respirar un aire puro es privilegio suficiente. Se pueden acabar los carteros que iban por el monte solos.

Se ha dicho que una dictadura es un sistema donde todo lo que no está prohibido es obligatorio. Pues bien, una democracia es un sistema donde los que no están en huelga es porque están en paro. La culpa es de la crisis de vocaciones, que no sólo afecta a la Iglesia. Los chinos tienen un refrán, o tenían, que afirma que «el cartero, en el día de fiesta, se da un largo paseo». Ya no hay de esos. Yo pienso, como D’Anunzio, que en paz descanse, buscarme un mensajero. Como no soy D’Anunzio, le llamaré «un propio».

Manuel Alcántara


Elmyr de Hory acaba con sus vidas

Publicado el 14 de Diciembre de 1976 en ARRIBA, Premio Farmacia

No era un pintor, era una pinacoteca. No copió jamás un cuadro, sino un autor, y, por eso, el más famoso falsificador de la historia de la pintura sólo falsificó firmas. Elmyr de Hory era un genio desposeído de sí mismo y poseído por todos los demás genios. Su misión, su destino, para ser exactos, fue pintar lo que los otros se habían dejado sin pintar. Los modiglianis que se le hubieran ocurrido a Modigliani, los Van Gogh que, sin duda, hubiera hecho Van Gogh, los Picassos que habría pintado don Pablo de tener un rato libre…

Elmyr de Hory ha completado las obras inconclusas, y todas las obras de arte lo son. Ha hecho lo que, imperdonablemente, no hicieron los otros y ha impedido que haya paredes libres en los museos. Elmyr de Hory fue el otro yo de veinte o treinta pintores. Un cónclave de espíritus de color variable, una panoplia de pinceles que enviudaron de su mano derecha, un mágico cucurucho le asistían siempre. Y él convocaba a los muertos y les ponía a trabajar frente a un lienzo que no compraron ellos. No quería, de ningún modo, que hubiera malogrados.

Elmyr de Hory se ha suicidado en Ibiza, a los setenta años de su edad, harto de que le persigan por ser varios. Llevaba muchos años frente al Mediterráneo, siendo como una isla dentro de otra isla, eludiendo a la justicia francesa que pedía, una vez y otra, su extradición. La idea de ir a la cárcel, a sus años, le atormentaba tanto que no quiso darles la menor opción a sus jueces. Quizá su abogado podría librarle de nuevo, pero, ante la duda, se decidió por los barbitúricos. Se le encontró muerto su joven guardaespaldas, un norteamericano llamado Mark Forgy, que es el heredero de todos sus bienes…

Si el arte fuera sólo aventura, búsqueda y deleite, no pasarían estas cosas. Pero un pintor es como un valor bursátil y está sujeto a cotizaciones de Bolsa. Llega un momento en que interviene el negocio, y un lienzo es como un cheque. Se comprende que el mago húngaro descabalara los planes de muchos marchantes y volviera locos a muchos mercachifles de la pintura. De pronto aparecía, en cualquier parte del mundo, un Renoir, o un Matisse o un Chagall que jamás pintaron ellos, pero que era justamente lo que hubieran pintado de haber seguido profundizando en su arte. No podían consentirlo los que estrecharon el cerco en torno a Elmyr de Hory.

Con él han vuelto a morir muchos pintores. Tenía todo menos eso que llamamos personalidad y que consiste, según Cocteau, en querer imitar a alguien sin conseguirlo. Él lo conseguía. No es que pintara como los otros. Era los otros. No hacía copias, sino espiritismo. ¿Será verdad eso del viejo Platón de que todo conocimiento es un recordar? ¿Recordaría Elmyr de Hory los paisajes y los modelos que vieron otros pintores? Su vaso era grande, pero no bebía en su vaso. Los demás eran pintores, pero él era la pintura. Y ha preferido morir frente al Mediterráneo que ir a una cárcel francesa, a los setenta años condenado por falsificador. Y él, que tantos hombres fue, no fue nunca Elmyr de Hory. No obstante su muerte ha sido auténtica.

Manuel Alcántara


Tono

Publicado el 5 de enero de 1978 en ARRIBA, Premio González-Ruano

Me parece que fue en Peñíscola, donde él se escapaba últimamente. Alguien le dijo:

—Usted es de fuera, ¿verdad?

—Sí.

—Yo también – añadió aquel señor.

— Entonces somos paisanos — respondió Tono.

Es verdad que Tono era de fuera, del ignorado país de los hombres buenos, de un planeta apacible y burlón. Aquel señor que quería pegar la hebra con cualquiera notó que Tono era un ser de otro sitio que por alguna razón piadosa decidió pasar una larga temporada con nosotros y ayudarnos.

Teníamos un proyecto de fabada clandestina, con la circunstancia agravante de nocturnidad. Iba a venir con nosotros Mariano Tudela y no se lo pensábamos decir ni a Cloti ni a nadie. Es fácil comprender que con propósitos así no pueda hacer yo un artículo necrológico. Además, me pasan más cosas. Escribir es llorar, que decía el otro, pero yo lo estoy haciendo al mismo tiempo y os juro que es una lata. Cada cosa a su hora. Se ven las palabras emborronadas, como a través de un cristal esmerilado y hay que quitarse estas ridículas gafas que me he comprado para leer. Por otra parte a Tono no hay que hacerle una elegía. En todo caso a los que nos quedamos sin él.

Va a ser imposible, a mí por lo menos no me va a dar tiempo, encontrar un hombre así. Tono nos mejoraba con su existencia. Era algo absolutamente confortador verle fumar o desplegar una servilleta o reírse y achicar los ojos llenos de chispitas invulnerables a la edad. Era el tío Antonio que hemos soñado siempre, benigno y lúcido, sin nervios y sin hiel, entre cachivaches y sucesos, inventando cosas que eran absolutamente imprescindibles, pero no se sabía para qué. Tono lo pasaba muy bien estando. Le sacaba partido a todo y no deseaba nada especial, ni presumía, ni tenía prisa nunca. A Tono no le sacaban de quicio ni siquiera los políticos más esplendorosos, ni esos tipos engreídos que le saludaban mucho en los cócteles y que él saludaba también sin tener una idea clara de quiénes eran. Creo que Tono ha sido una forma de ser y resulta empequeñecedor hablar del humorista o del dibujante Tono era la máxima cantidad de persona que admite un ser humano, el hombre más real que nos haya sido dado a conocer en este barullo. Habría que definirlo por negaciones: todo lo contrario de un pelmazo, lo más distante de la pedantería, la criatura del mundo más alejada de un orador o de un sabelotodo o de un literato profesional.

Si Tono escribía o dibujaba era porque se le ocurrían cosas. Fueron primero las ocurrencias y no al revés. Una vez que escribió eso de «el tiempo, que no es ningún niño», le dije yo que era un verso como de César Vallejo para arriba. Me decía que no, que había empezado a escribir muy tarde, que él no era eso que se llama un escritor ni nada parecido. Yo le llevaba la contraría, pero daba igual. A Tono no le gustaba discutir. Ramón Gómez de la Sema le hizo justicia y dijo que fue Tono el que trajo las gallinas, el más personal ideador de todos los que abrieron la brecha del humor nuevo. Cuando yo le hablaba de aquel artículo del mago me decía: sí, lo leí. Nada más. Luego quedábamos para vernos, dentro de esta misma semana. Siempre dentro de la misma semana. Y como lo pasaba muy bien regalando cosas me traía un encendedor rarísimo o una maquinilla de afeitar. Quédatela, me decía, antes de que la convierta en ventilador.

Creo que Tono se me va a seguir muriendo siempre, hasta el final. Quiero decir que lo peor no es que se haya ido ayer, a las cuatro y pico, sino que lo voy a echar de menos para los restos. El está con Mihura y con Charlot, pero nosotros estamos sin Tono. Pienso en Azcona, en Mingote, que se ha quedado huérfano otra vez y pienso en los que diremos un día «yo fui amigo de Tono, sí, hombre, mucho». Me consuela algo pensar que no fue deficitario de sonrisas, ni de sobremesas, ni de otras cosas. Vivió siendo un caso excepcional de normalidad y nos enseñó que humor y amor vienen a ser la misma cosa. Tono ha sido una criatura afortunada. Por eso no hay que hacer elegías. A Tono le hemos querido mucho y vamos a seguir queriéndole. A él le gustaba la vida y a la vida le gustaba él. Lo que no le perdono es que no pueda quedar, en firme, para vernos. Dentro de esta misma semana.

Manuel Alcántara


Aniversario

Publicado el 9 de diciembre de 1997 en Diario SUR, Premio Jose María Pemán

Los «derechos humanos» cumplen 50 años, pero están muy bajitos para su edad. Han crecido muy poco desde el reconocimiento de la ONU, hace medio siglo. El texto donde se articulan estos derechos empieza con un judicial gerundio: «Considerando que la libertad, la justicia y la paz tienen como base el reconocimiento de la dignidad intrínseca…».

No es cierto que todos los seres humanos nazcan libres e iguales. Unos son más iguales que otros. Y menos Ubres. Tampoco es verdad que todos sean idénticos ante la ley, a no ser que se refieran a la ley de la gravedad. La crueldad, la ignorancia y la miseria siguen habitando este planeta, que dicen que es el único habitado. No es que quede mucho por hacer: queda todo. El hombre —animal racional, animal crédulo, animal inconsolable, según las definiciones— es, hasta ahora, un experimento fracasado. La medida de todas las cosas, pero de todas las cosas malas. Basta echarle una ojeada al mundo. Nada menos que treinta y cinco guerras civiles hay en este momento histórico en el que, una vez más, se repite la historia y no en forma de farsa, sino de muerte. Quienes las han contado calculan que andan por el mundo cuarenta millones de personas refugiadas. Las desapariciones, las torturas, los presos de conciencia, las condenas a muerte están a la orden del día y al desorden del siglo que se acaba. No tenemos derecho a pensar que ha variado sustancialmente nada desde que el padre Hornero dijera eso de que no hay cosa, de cuantas respiran y andan por la tierra, más lamentable que el hombre.

Mañana se celebra en todo el mundo el Día Internacional de los Derechos Humanos. ¿También en Argelia, en Albania, en Somalia, en Bosnia, en Camboya? La célebre declaración formulada hace cincuenta años —los hará el año que viene— es papel mojado, pero mojado en sangre. Amnistía Internacional sigue llamando a las conciencias, pero las conciencias no saben, no contestan, quizá ensordecidas por los estallidos de las minas antipersonas. ¿Por qué hablar de «derechos humanos»? No tenemos derecho.

Manuel Alcántara


Cansinos vuelve a Sevilla

Publicado el 27 de Junio de 2009 en Diario SUR, Premio Joaquín Romero Murube

Pudo ser intérprete en Babel. Entre otros dones, tenía el don de lenguas y hablaba y escribía todos los idiomas conocidos, incluso los que sólo conocía él. El azar, o el destino, o el carácter, vaya usted a saber, hizo que viviera gran parte de su recatada y generosa vida, fuera de su Sevilla, pero el hábito no hace al monje y Cansinos Assens tuvo el hábito de escribir todos los días, de espaldas o quizá de perfil a eso que llaman éxito. Así que se convirtió en un monje tibetano de la literatura que vivía cerca del viaducto madrileño.

Tuvo que ser Borges el que lo proclama ser su maestro. Ahí es nada: tener un discípulo confeso que llega a ser el Homero de la Pampa. Rafael Cansinos fue poeta, novelista, ensayista y traductor. Las historias que Schahrasad la persa le contó en su armoniosa lengua al neurótico rey Schahriar jamás han sido trasvasadas al castellano en un vaso más limpio. Es como si don Rafael hubiera estado allí desde la víspera de la noche mil. «Se han descubierto las fuentes del Nilo, pero aún están sin descubrir las fuentes de las Mil y una noches», dice. Cansinos nos dejó al morir un archivo de más de 40.000 documentos. Sevilla, siempre presente en su magna obra, los acogerá en el convento de Santa Clara. Sevilla no abandona a sus hijos, quizá porque sus hijos, vivan donde vivan, no pueden abandonar a Sevilla.

En ‘La novela de un literato’, que es el más importante catálogo de personajes que poblaron una época de la vida española, habla Cansinos de «el divino fracaso». Confiesa, sin ninguna clase de petulancia, que jamás pensó que la literatura fuera una cosa práctica, ni un medio de vida. «No hay olvido», dijo su paisano Luis Cernuda. Visitar su fundación, entre manuscritos, proclamas ultraístas, imaginería religiosa y dedicatorias, será como visitar un monasterio. Aunque el monje esté ausente.

Manuel Alcántara